En 2006 coinciden dos aniversarios emblemáticos de la historia reciente de nuestro país: el 75 aniversario de la proclamación de la II República y el 70 del comienzo de la guerra civil. Dos acontecimientos estrechamente unidos por mucho más, obviamente, que por la sucesión quinquenal de sus respectivas efemérides. En este dossier los hemos relacionado conscientemente para acercarnos, con la perspectiva del tiempo y el poso historiográfico ya sedimentado, a una explicación actualizada de ese aislamiento cuyas causas se achacaron durante mucho tiempo a la propia República. Hoy sabemos que la tesis del fracaso republicano ya no se sostiene, como no lo hace tampoco la supuesta inevitabilidad de la guerra civil. Los errores de la República, que los hubo –y no pequeños- no desencadenaron la guerra civil. La guerra civil la desencadenó una sublevación militar, un golpe de Estado, mal planificado, que degeneró en guerra civil y que probablemente no habría podido sostenerse si los sublevados no hubieran recibido, en los primeros y cruciales momentos del conflicto, la ayuda de Italia y de Alemania y, sobre todo, sin la inhibición de Francia y de Gran Bretaña, también decisiva en esa primera etapa, respecto de la suerte del bando gubernamental, que quedó desasistido bajo la farsa del acuerdo internacional de no intervención, cuyos resortes vamos a analizar aquí. Puede aducirse que sobre la República y sobre la guerra civil ya se ha dicho todo. La guerra civil ha merecido más libros que la propia revolución rusa, pero cada generación tiene derecho a replantearse la mirada al pasado en función de su propio presente y de cara a la construcción de su inmediato futuro. Y así lo demuestra un somero repaso a la historia de la historia, es decir, a la historiografía sobre este periodo, que ha ido evolucionando consecuentemente a lo largo del tiempo. Hasta los años 60, el análisis de la guerra civil se hizo fundamentalmente desde el exilio y se nutrió básicamente de los argumentos emanados del propio conflicto, que dividieron a vencedores y vencidos. A partir de los 60, lo hicieron sobre todo autores extranjeros: Pierre Broué, Herbert Southworth, Gabriel Jackson, Hugh Thomas, y se insistió especialmente en el fracaso de la República, en el comportamiento de los propios políticos republicanos, para explicar la derrota. Con la excepción de Manuel Tuñón de Lara, que fue tal vez el único que no lo vio así, quizás porque tampoco lo veía como extranjero, aunque sí desde fuera. Tras el final del régimen de Franco, en los 80 y 90, se abrió paso una nueva historia de la guerra civil, con el acceso a nuevas fuentes, que insistió de manera especial en el argumento de la reconciliación: la guerra la perdieron todos, la perdieron los dos bandos, hasta que a mediados de los 90, tras la victoria electoral de Partido Popular en el 96 y al calor de las conmemoraciones del 60 aniversario del estallido del conflicto, empezó a discutirse también el paradigma de la reconciliación. Así llegamos al momento actual en el que, a pesar de todo lo que se ha publicado, la verdad es que poco nuevo se ha dicho, salvo lo que pueda derivarse de la expectante indagación en los archivos soviéticos, hasta ahora poco explorados, fase en la que nos encontramos, y de los que sin duda pueden deducirse informaciones puntuales, matizaciones importantes y datos nuevos, hasta ahora, por otra parte, no especialmente innovadores respecto de lo fundamental que ya se sabía. En un plano más general, el momento actual parece hacer hincapié en la culpabilidad paralela de ambos bandos, en la línea de "Todos fuimos culpables", como titulara en su día su interpretación del conflicto Juan-Simeón Vidarte. Éste es el gran dilema del momento: culpabilidad por igual o equiparación imposible. Sin embargo, aunque en una guerra civil todos pierden, no cabe duda de que unos pierden más que otros. No es extraño, en todo caso, que la memoria de la guerra civil se resista a desaparecer. Tantos muertos, tantos exiliados, tantas heridas y tantos años de dictadura han dejado un poso profundo en España y en los españoles. Hay además un argumento más reciente: el cierre en falso de la transición. La transición se hizo con prudencia, no había que resucitar los fantasmas y todavía había miedo. Pero ahora han pasado treinta años desde la muerte de Franco y los viejos fantasmas han revivido de la mano del llamado revisionismo, que no es sino la resurrección de los argumentos de los vencedores que con tanto cuidado se procuró no rebatir, por miedo, en la transición. La respuesta a ese cierre en falso y a este nuevo revisionismo ha sido un amplio movimiento de reactivación de la llamada memoria histórica. Un concepto que ya tiene detractores y que, sin embargo, goza de una larga tradición en la historiografía francesa, que ha estudiado con precisión y racionalidad, como suelen hacerlo los franceses, la terminología, la conceptualización, las clases, los tipos y los géneros de memoria. Sin entrar en precisiones terminológicas, hoy parece haber un consenso generalizado en torno a la existencia de tres tipos de memoria fácilmente diferenciados y claramente definidos. El primero es la memoria común, es decir, lo que la gente recuerda. El segundo, la memoria histórica, relativa a los usos del pasado en el presente, que incluye, por tanto, la política de la memoria, es decir, la destinada a construir una identidad del presente tomando elementos del pasado (como lo hace el Estado, los partidos, los sindicatos o la Iglesia...). El tercero, en fin, es la memoria colectiva, que sería la suma de las otras dos. Obviamente, hay una multitud de memorias colectivas, que se suceden en el tiempo. De lo que no cabe duda, en cualquier caso, es de que hay memoria. Así lo han entendido, por ejemplo, los judíos, que han sabido mantener con inusitada viveza y atemporalidad la memoria del Holocausto; los propios alemanes, que se han enfrentado a la triste memoria del nazismo; los italianos, que han puesto en su lugar al fascismo; los propios franceses, que han ajustado las cuentas con el régimen de Vichy y, más recientemente, los países hispanoamericanos que sufrieron violencia dictatorial. ¿Por qué los españoles debemos abdicar de nuestro derecho a hacer lo mismo con el franquismo? Obviamente, no sólo no debemos hacerlo, sino que debemos acostumbrarnos a aplicar la perspectiva de la historia comparada. Tal vez así asumamos, de una vez por todas, que nuestra historia no es tan excepcional, que los españoles no somos diferentes, que todos los países tienen puntos oscuros en su pasado y que en el humilde reconocimiento de nuestra igualdad, aunque sólo sea en los errores, está nuestra grandeza. Contamos además con una buena base. Ahora tenemos una verdadera democracia y la democracia conlleva no ya el mero reconocimiento de la libertad de expresión sino el ejercicio de acostumbrarse a respetar, y rebatir razonadamente, las ideas del contrario, aunque no se compartan. Probablemente el hecho de que seamos capaces de debatir, como sano ejercicio de inteligencia, nos ayude a comprobar la fortaleza de nuestro sistema democrático. Eso forma parte del juego y es un claro ejemplo de que ha sido posible superar el miedo que, en los años iniciales de la transición, todavía perduraba. La sociedad española está ahora a mucha distancia de aquella que protagonizó el conflicto civil. Afortunadamente, son otras, y bien distintas, las preocupaciones de los jóvenes españoles. Nada hace pensar que un conflicto similar pueda volver a producirse. El debate, por otra parte, apenas trasciende el reducido ámbito de los historiadores, sociólogos, politólogos o medios de comunicación. ¿Es que en ese ámbito tan reducido también debemos renunciar a él? No podemos ni debemos hacerlo, máxime cuando el llamado revisionismo, cuyo florecimiento suele atribuirse al triunfo electoral del PP, ha significado esencialmente una resurrección de los argumentos filofranquistas, mientras que a los vencidos se les acusa de poner sobre la mesa el absurdo concepto de memoria histórica. Hay quien prefiere atribuirlo al relevo generacional: los nietos de la guerra ya habrían superado el maniqueísmo de sus abuelos (la dicotomía entre "gesta heroica franquista" y "gesta heroica republicana"), y al consenso de sus padres en torno a la consideración unánime de la guerra como una tragedia vergonzante. No vamos a insistir más en el debate terminológico. Hay, obviamente, una memoria de la República y una memoria de la guerra civil, íntimamente unidas en tanto la una no se explica sin la otra. En cuanto al debate, más profundo, suscitado por el revisionismo y contrarrestado por la reactivación de la memoria histórica, sobre las características y consecuencias de una y otra, ¿es legítimo volver a él? A mi juicio, no sólo es legítimo sino que es necesario En primer lugar, entre otras cosas, porque el revival, por el momento, sólo ha gozado de gran despliegue mediático en lo referente a los argumentos de los vencedores. Cabe considerar también, desde la perspectiva de la historia comparada, el hecho de que la desmitificación de la heroica resistencia al nazismo en Francia o en Italia no se hizo desde una óptica tan partidista. Y fue acompañada además de medidas más tangibles. Hubo un juicio de Nuremberg y el pueblo italiano ajustó, ¡y de qué manera!, sus cuentas con Mussolini. Aquí, la retirada de una simple estatua ecuestre del dictador tuvo que hacerse casi en semiclandestinidad, su mausoleo sigue coronando las hermosas vistas de la sierra madrileña y el Arco de la Victoria en el mismo sitio, y con la misma leyenda, que cuando se construyó. Cabe apelar, por último, a la mera justicia histórica. Justicia para los exiliados, que se vieron obligados a echar raíces fuera de su país; para los represaliados, sobre todo en la primer etapa del régimen, que la aplicó sistemáticamente por motivos fundamentalmente ideológicos; para los que sufrieron cárcel, trabajos forzados, pena de muerte por sus ideas; para sus descendientes, que tienen derecho a honrar dignamente a sus muertos. Justicia política, justicia social y justicia también, ¿por qué no?, económica. esde el punto de vista exclusivamente historiográfico, en fin, la resurrección de los argumentos de los vencedores obliga a refrescar de nuevo algunas apreciaciones históricas, ya consolidadas. Si queremos reconstruir de verdad la reconciliación habrá que empezar por desterrar (como ya se hizo en su momento) la tesis del fracaso republicano y, sobre todo, la de la inevitabilidad de la guerra. Si un sector del Ejército no se hubieran sublevado contra el gobierno legítimamente establecido, y si no hubiera recibido la ayuda temprana y decidida de Hitler y Mussolini, simplemente no habría habido guerra civil. Esa ayuda permitió que la guerra durase mucho más de lo previsto y, a la larga, la victoria del bando sublevado. Habrá que desterrar también la idea de que ese sector del Ejército se sublevó para poner orden, porque la República era el caos y el desenfreno. Esto forma parte de la memoria negativa de la República: la quema de conventos, Casasviejas, la revolución de Asturias... Todos estos sucesos, ciertamente desgraciados, se esgrimen hasta la saciedad para justificar la sublevación, y eso por no hablar del peligro comunista o de la conspiración judeomasónica, que formaron parte hasta el final de la mitología del régimen de Franco. Frente a ellos, se ha argumentado también desde la persistencia de una visión idílica de la República, porque venía bien para legitimar la restauración democrática de la transición, olvidando los excesos de comunistas, anarquistas, socialistas radicales y, menos, los de falangistas y monárquicos tradicionalistas, requetés y demás sectores derechistas. Obviamente, nadie pone en duda que la República se vio desbordada por los extremos. Pero la República no la proclamaron los extremistas, la pensaron, proclamaron y trataron de llevarla adelante los republicanos, que eran, como Azaña afirmó, esencialmente demócratas: «la República será democrática o no será», sentenció premonitoriamente en 1930. Digamos, para concluir, que la ansiada meta de la verdadera reconciliación, a mi juicio, no puede culminarse con éxito sin recorrer el camino trazado por la llamada regla de las tres erres: reconocimiento, reconciliación y reparación. La reconciliación, al menos, se ha intentado. Ésa fue la base en que se apoyó la transición. El reconocimiento y la reparación distan aún mucho de haberse logrado plenamente. Sin revisar con justicia nuestro pasado, difícilmente podremos construir con justicia nuestro futuro. Y en ese marco cabe inscribir algunas de las razones que se dieron cita en la derrota del bando gubernamental, cuyo análisis, de la mano de reconocidos expertos, presentamos aquí.