“La Guerra de España no ha terminado. Conocemos el fin de las operaciones militares, pero el conflicto continúa. Guerra es, también, toda especie de lucha y combate, aunque sea en un sentido moral” Julián Zugazagoitia (1940) “Si en España se sigue, como se está haciendo ahora, con la política de persecutoria de los primeros meses de la guerra, se irá al hundimiento de España, porque el germen de rencores y de odios que dejará tras de sí será de tal naturaleza que su huella no desaparecerá” Juan Negrín, 1 de abril de 1939 A partir del hundimiento de la República en enero de 1939 y hasta el final de la guerra dos meses más tarde, el tiempo para impulsar una solución negociada o, aún, una intervención internacional humanitaria, se estaba agotando rápidamente. Esto no quiere decir que la única posibilidad que tenía la población republicana para evitar una derrota completa, sin ningún tipo de concesión por parte de Franco, fuera la resistencia numantina en algún reducto pirenáico o levantino, como parecía defender el presidente del gobierno Juan Negrín y alguno de sus ministros como Julio Álvarez del Vayo. Tras Munich, ya no había tiempo, ni condiciones interiores y exteriores, para una suspensión de hostilidades como habían defendido el presidente de la República, Manuel Azaña, y el que fuera ministro de Defensa y líder del PSOE, Indalecio Prieto, desde el año 1937 y, sobre todo, tras la debacle de Aragón que permitió a las tropas franquistas llegar al Mediterráneo y partir en dos el territorio en manos de los gobiernos del Frente Popular. Incluso los planes para una evacuación masiva y ordenada de los responsables republicanos y de sus familias hacia América, sobre los que Prieto había insistido desde la primavera de 1938, no habían terminado de concretarse ni en México ni en Europa o el norte de África. Parecía que Negrín lo había confiado todo a que la resistencia y la capacidad defensiva del Ejército Popular permitiera, al menos, una intervención humanitaria del Reino Unido y de la República francesa que limitara las represalias y permitiera la evacuación de una minoría de responsables políticos. Nada había preparado en Francia o en México cuando se produjo el pronunciamiento de Casado con apoyo de los partidos políticos y sindicatos, salvo el comunista. Lo único que se había preparado antes del reconocimiento de Franco por las potencias democráticas europeas era el resguardo de una parte de los bienes de la República en el exterior y el traslado de algunos otros desde España al extranjero, poniéndolos a buen recaudo, hasta que las tornas del contexto internacional permitieran a Negrín volver con su gobierno a España. Como dijo en una reunión de los ministros socialistas con la dirección del PSOE el 19 de julio de 1939, el problema de los refugiados, dada su magnitud, no lo resolvería ni todo el oro de Creso. Contra este legalismo, por encima de la voluntad de instituciones democráticas, como los partidos políticos y los representantes de la voluntad popular, se manifestó una mayoría republicana en la diáspora de la emigración. El principal aglutinante de esta mayoría parlamentaria y de la voluntad de liquidar lo que restara de la legalidad del gobierno Negrín en el exilio, fue el líder del PSOE Indalecio Prieto. Esta iniciativa no fue una desgracia para España ni para el futuro del partido socialista. La victoria de Franco no fue completa ni la guerra había terminado, pues no llegó la paz con el fin de las hostilidades. La voluntad franquista de revancha y de liquidar todo lo que había significado la experiencia democrática republicana (pese a sus limitaciones), dejó una huella de rencor que impediría la concordia de los españoles hasta que no hubiesen desaparecido la mayor parte de los protagonistas de la guerra de España. La pervivencia de instituciones políticas del período republicano aunque solamente fueran los partidos políticos y algún tipo de junta o comité en el exilio era un permanente elemento de denuncia internacional de la ilegitimidad del franquismo. Además, enseguida, se diseñaron nuevos proyectos políticos desde el exilio, una vez constatada la impotencia de los antifascistas derrotados por sí mismos para derribar a Franco y la reedición de la No Intervención tras el final de la segunda guerra mundial, para disgregar la coalición reaccionaria franquista y permitir un plan de transición a la democracia que permitiera la reconciliación entre los españoles. Había que intentar la concordia y la convivencia pacífica en el futuro de los antiguos derrotados republicanos con sectores como católicos y monárquicos liberales que se habían distanciado del franquismo. Como dijo Manuel Azaña en su discurso a los españoles de julio de 1938 solamente cabía esperar en que los responsables políticos pensaran en un futuro en el que reinara la Paz, la Piedad y el Perdón.