El terrorismo ha adquirido en las últimas décadas una presencia casi constante en los medios de comunicación. No es sorprendente que así sea, porque se trata de una forma de violencia política que depende para sus fines del eco mediático que amplifica su mensaje. La insurrección armada o la guerrilla tratan de alcanzar sus fines mediante la ocupación de segmentos de territorio, pero el terrorismo no tiene esa dimensión territorial, sino que el efecto perseguido es hacer llegar su mensaje a una población o segmento de la misma, a la que se pretende o bien atemorizar o bien estimular a la lucha. Desde hace más de un siglo se viene por ello discutiendo si se debería combatir el terrorismo mediante el silencio informativo, pero este sería incompatible con la libertad de prensa y con el derecho de los ciudadanos a recibir información. Así es que pequeños grupos, carentes del apoyo necesario para alcanzar el poder por la vía electoral, montar una insurrección armada o un movimiento guerrillero, utilizan la violencia terrorista para darse a conocer e incluso obtener concesiones de los gobiernos. Dado el fanatismo que suele caracterizar a los grupos terroristas, la falta de apoyo popular significativo y la ausencia casi total de perspectivas de triunfo, como en el caso español de los GRAPO, no tiene por qué desanimarles a corto o incluso a medio plazo. Si embargo un grupo terrorista resulta tanto más efectivo si sus objetivos son vistos con simpatía por una parte de la población afectada, como ocurre en el caso de ETA, cuyo apoyo popular se ha visto sin embargo erosionado a la largo de los años. La peligrosa dedicación a la violencia clandestina y el desprecio a la vida humana que caracterizan al terrorismo implican que quienes lo practican se inspiren en fuertes, aunque no necesariamente sofisticadas, convicciones ideológicas. El terrorista suele matar en nombre de la Revolución, del Orden, de la Nación o de la Religión y la democracia española ha tenido el triste privilegio de haber sufrido en las últimas décadas la acción de terroristas de todos estos tipos. El terrorismo nacionalista de ETA ha sido el más continuado y letal, pero el terrorismo de extrema izquierda y el de extrema derecha jugaron un papel de cierta importancia en los años más difíciles de la transición democrática, mientras que el terrorismo religioso de los yihadíes fue responsable de los atentados más mortíferos de nuestra historia, los del 11-M. De ahí el interés de presentar un dossier que aborde el impacto de estos distintos tipos de terrorismo en nuestra historia reciente. En su artículo “La violencia terrorista en la transición española a la democracia”, Ignacio Sánchez-Cuenca parte de la base de datos sobre víctimas mortales de la violencia política en los años 1975 a 1982 que ha elaborado con Paloma Aguilar. Como nadie que viviera el período puede haber olvidado, la violencia política tuvo un fuerte impacto en el desarrollo de la transición. No se alcanzaron los niveles que marcaron la experiencia democrática de 1931 a 1936, pero las 665 víctimas mortales de la violencia política identificadas por Sánchez-Cuenca y Aguilar representan una elevada cifra que contrasta con la escasa incidencia de las muertes violentas que se produjo en los casos contemporáneos de la transición a la democracia en Portugal y Grecia. La mayor parte de esas muertes, 485 precisa Sánchez-Cuenca, se produjeron como resultado de ataques terroristas. En particular ETA, en sus distintas versiones, fue responsable de 355 muertes. La pregunta crucial que se plantea Sánchez-Cuenca es la del motivo por el cual la máxima intensidad de la violencia terrorista no se produjo en los momentos iniciales de la transición, sino en los años en los años 1978 a 1980, en los que se consolidaron las nuevas instituciones democráticas. Su respuesta es que el mayor auge del terrorismo se produjo cuando el gran pacto democrático entre los moderados de todas las tendencias políticas supuso el triunfo de un modelo inaceptable para las franjas extremas del nacionalismo, de la izquierda revolucionaria y de la derecha franquista. Lorenzo Castro proporciona en su artículo “El terrorismo revolucionario en España” una documentada historia de los dos grupos que representaron sucesivamente la muy minoritaria franja terrorista que surgió en el seno de la izquierda maoísta. El GRAPO en particular ha sido uno de los grupos más mortíferos en la reciente historia de Europa occidental y a pesar de su escasísimo apoyo social jugó un papel importante para generar, junto a la extrema derecha, la sensación de amenaza que la sociedad española vivió en un momento crucial de la transición, durante los primeros meses de 1977. Ello llevó a algunos a sospechar por entonces que se trataba de una organización espuria manipulada por oscuros agentes en el contexto de una “estrategia de la tensión” destinada a frustrar la transición a la democracia. Quizá alguien siga creyéndolo hoy día, pero lo cierto es que no ha aparecido la más mínima prueba de ello. La verdad, tal como la expone Lorenzo Castro, es más sencilla pero no menos interesante. Los GRAPO nacieron en el contexto, cada vez más difícil de imaginar dada la evolución histórica de estas últimas décadas, de la radicalización violenta de grupos de la nueva izquierda que se produjo en diversos países europeos en los años setenta del pasado siglo. Su historia es la de una organización extremadamente cerrada a las influencias exteriores, que generó una fuerte identidad colectiva entre sus miembros, por lo que la ruptura resultaba traumática. Su último asesinato se ha cometido en 2006. El terrorismo de extrema derecha es el peor conocido de todos los que ensangrentaron la transición y sus conexiones subterráneas han dado lugar a diversas especulaciones, basadas en escasas pruebas. La cuestión fundamental es la que plantea Xavier Casals en el propio título de su artículo: “¿Existió una estrategia de la tensión en España?”. Hubo incidentes violentos aislados, hubo grupos violentos organizados, como el Frente Nacional de la Juventud de Barcelona y el Frente de la Juventud de Madrid, hubo participación de fascistas extranjeros y hubo conexiones con elementos de la administración del Estado y en particular con miembros de las fuerzas de seguridad, pero ¿respondía todo ello a una estrategia coordinada que pretendía desacreditar a las nuevas instituciones? La respuesta de Casals es contundente: la extrema derecha violenta careció en aquellos años de estrategia. No hubo “estrategia de la tensión” ni de ningún otro tipo y los crímenes violentos de la extrema derecha contribuyeron más bien a reforzar el apoyo al consenso democrático por parte de la gran mayoría social. Los aficionados a las distintas teorías de la conspiración, que frecuentemente aparecen en relación con fenómenos tan oscuros como el terrorismo, encontrarán poca satisfacción intelectual en este dossier. Los GRAPO eran una organización revolucionaria sin conexiones ocultas, nadie coordinó una estrategia de la tensión en los años de la transición democrática y los atentados del 11-M fueron obra exclusiva de un grupo yihadista. En su artículo “Los atentados del 11-M y el movimiento yihadista global” Juan Avilés sitúa ese trágico episodio en el contexto de otros ataques más o menos similares como los que se produjeron en Casablanca y en Londres. En todos los casos se observa la acción de grupos locales, pero también hay evidencia de conexiones más amplias, que no han podido ser esclarecidas por la investigación policial. Así es que se enfrentan dos grandes tendencias interpretativas, la que piensa que el movimiento yihadista global se basa en grupos locales movidos por una común ideología y conectados de manera indirecta y los que piensan que pudiera haber una dirección estratégica común. El artículo de Avilés explora el significado estratégico del 11-M y algunas conexiones significativas del grupo que las perpetró, aunque no llega a conclusiones definitivas respecto a la cuestión de si la decisión de atentar se tomó en Madrid o vino de fuera.