El debate sobre la eventual americanización de Europa surgió en el viejo continente entre finales del siglo XIX y comienzos del siglo XX. Para entonces se habían desvanecido definitivamente las dudas sobre la viabilidad de la primera república independiente americana, que habían alcanzado su punto álgido durante la Guerra de Secesión (1861-1865). La creciente fortaleza del país se apreció en el espectacular crecimiento económico y de población que siguió a aquel conflicto, en la plena delimitación de sus fronteras continentales y en una presencia exterior cada vez más asertiva –intervenciones militares en México, Centroamérica y el Caribe; anexión de Hawai; guerra hispano-estadounidense de 1898; incremento exponencial de las inversiones en el extranjero; etc. Todo ello generó al otro lado del Atlántico una mezcla de curiosidad, admiración y recelo –dependiendo del observador–, al tiempo que se abría paso en algunos sectores la idea de que aquel país reunía todos los ingredientes para convertirse en el modelo de progreso y desarrollo más exitoso en el porvenir inmediato. Las reflexiones sobre la americanización o “modernización a la americana” de Europa, en cualquier caso, pertenecían todavía al terreno de la especulación periodística y literaria. Aunque el desdén hacia la antigua colonia ya estaba presente entre las élites europeas, y la dura experiencia vital de los millones de emigrantes europeos que cruzaron el Atlántico en aquella época arrojaba sombras sobre la imagen dorada del sueño americano, la cuestión aún no había adquirido ni la densidad ni los ribetes eminentemente negativos que la caracterizarían algo más tarde. El desenlace de la Gran Guerra (1914-1918) puso de relieve una tendencia que venía aflorando con antelación en diversos terrenos: Estados Unidos estaba llamado a erigirse en la principal potencia del mundo occidental, como acababa de demostrar con su decisiva intervención de última hora en el conflicto. En el transcurso de los años veinte, un nuevo escenario fue ganando terreno en las relaciones transatlánticas: el grueso de las influencias, transferencias e inversiones cambió radicalmente de dirección. Las sociedades europeas se convirtieron en las receptoras y consumidoras por excelencia de los estímulos y productos procedentes de la nación americana. Por primera vez también, éstos llegaban directamente al conjunto de los ciudadanos continentales gracias a la expansión y el impacto de un medio de entretenimiento y expresión que simbolizaba como ninguno la modernidad y atractivo de la cultura estadounidense: el cine, convertido en elemento central del ocio cultural de los europeos desde entonces. De su mano, el desembarco americano parecía acelerarse al ritmo del jazz y los dance halls, se hacía patente en la transformación de una sociedad urbana donde la parsimonia de los antiguos cafés cedía su lugar al dinamismo de las barras americanas, y mostraba su capacidad de irradiación mediante las estrategias persuasivas de las nuevas técnicas de publicidad que modulaban las pautas de consumo en la emergente sociedad de masas. En un contexto de progresiva radicalización socio-política auspiciado por el auge de las ideologías nacionalistas y de izquierdas, la creciente influencia de Estados Unidos en la Europa de entreguerras despertó reacciones de procedencia y argumentos diversos, pero coincidentes en sus reticencias y su postura crítica4. Tanto el consumo masivo de productos culturales americanos como la dependencia de los créditos procedentes del otro lado del Atlántico fueron señalados como amenazas a la independencia e identidad nacional o de clase –dependiendo de la posición ideológica–, una lectura interesadamente apoyada por aquellos sectores económicos afectados por la competencia estadounidense –desde productores cinematográficos hasta agricultores. También añadieron más leña al fuego tanto la impronta del darwinismo social sobre la concepción del devenir de las relaciones internacionales y la filosofía histórica del momento –que invitaba a interpretar que el auge de los países extra-europeos (por Estados Unidos y Japón) acarrearía la decadencia europea–, como el predicamento que ganaron las corrientes de pensamiento críticas hacia una modernidad simbolizada por los Estados Unidos –su democracia de masas, su cultura para el consumo, su tecnología deshumanizadora, su materialismo animado por el afán de lucro, etc. El antiamericanismo se había instalado en el subconsciente europeo como un socorrido argumento al que recurrir a la hora de buscar causas externas a los problemas que provocaba la incapacidad de articular sociedades más pluralistas políticamente, más dinámicas económicamente y con mayor movilidad social. Los años treinta agravaron esa desconfianza como consecuencia de la profunda crisis de la economía americana, su repliegue diplomático y el auge de los estados totalirarios en Europa. A las puertas de la Segunda Guerra Mundial (1939-1945), solo las omnipresentes películas de Hollywood parecían mantener viva la “amenaza” de la amerianización del continente. La polémica sobre la americanización de Europa occidental alcanzó nuevas cotas en el marco de la Guerra Fría. Estados Unidos fue la única nación beligerante que salió victoriosa y económicamente reforzada de la última contienda mundial. Solo la Unión Soviética, rehabilitada internacionalmente por su decisiva contribución al triunfo aliado –aunque brutalmente golpeada por los estragos de la contienda–, parecía capaz de rivalizar con la hegemonía estadounidense. En Europa, podía hacerlo tanto en el escenario militar –sus tropas ocupaban la mitad del continente e intimidaban al resto–, como en el ideológico. La escalada de la tensión entre Washington y Moscú, a partir de 1947, llevó al engrasado aparato propagandístico soviético a difundir el mensaje de que los horrores de la reciente guerra eran la consecuencia última de la brutal crisis económica iniciada con el derrumbe de la bolsa de Nueva York en 1929, o en otras palabras, a asignar la responsabilidad del enfrentamiento y sus secuelas a las contradicciones auto-destructivas del sistema capitalista salvaguardado por el gigante norteamericano. Los principales destinatarios de aquel mensaje no eran otros que los ciudadanos que habían quedado al oeste del “telón de acero”, bajo el paraguas de Estados Unidos, donde la memoria de la crisis económica estaba muy viva y los movimientos comunistas gozaban de una reforzada popularidad gracias a su destacada participación en la resistencia al fascismo. La versión anticapitalista obtuvo una notable repercusión entre los simpatizantes de movimientos de izquierdas en Europa occidental, que ponían el foco en los progresos sociales de la Unión Soviética dejando al trasluz los excesos autoritarios y la ausencia de libertades que componían la otra cara de la moneda. Pero incluso entre sectores más conservadores y nacionalistas europeos causaba malestar la evidente pujanza que había adquirido el modelo americano, frente al cual la Unión Soviética no dejaba de ser una referencia lejana, salvo para aquellos países que compartían frontera con su área de influencia. Ante los múltiples desafíos del conflicto bipolar, Estados Unidos realizó un despliegue en el escenario europeo sin precedentes en tiempos de paz, tanto por su alcance como por su significado. La potencia americana tuvo un papel fundamental en el diseño de un sistema de seguridad concebido para contener el expansionismo soviético; apoyó la reconstrucción económica y la difusión de nuevos métodos de gestión y organización empresariales; dio su respaldo a los proyectos de convergencia europea; fomentó las transferencias culturales y científicas de diversa índole y la formación de capital humano, además de asumir un protagonismo de primer orden en la extensión de la sociedad de consumo. Todos esos procesos contribuyeron a acrecentar la popularidad de América entre muchos europeos, pero también movilizaron a sectores críticos con su influencia. Entre estos últimos se daban cita desde el tradicional temor conservador a la modernización americanizada de las pautas de comportamiento social y cultural, hasta la oposición ideológica de raíz filo-marxista. El pensamiento de la Escuela de Frankfurt fue el exponente más prestigioso en la inmediata posguerra de la síntesis interpretativa de esa corriente de opinión crítica con los Estados Unidos. A lo largo de los años sesenta y setenta el debate sobre la americanización se incorporó plenamente al ámbito académico. La aplicación de teorías neo-marxistas a los análisis sociales y el considerable desgaste internacional de la imagen estadounidense –debido al eco de la guerra de Vietnam y a la crisis de legitimidad interna provocada por el movimiento de los derechos civiles, la violencia racista y política o el escándalo Watergate–, llevaron a un conjunto de sociólogos, antropólogos culturales y teóricos de la comunicación a adoptar una posición muy crítica y militante frente a las implicaciones de la hegemonía económica y política americana a nivel global9. Sus conclusiones, amplificadas a través de algunos organismos como la UNESCO, iban más allá de la denuncia de las teorías del desarrollo que pretendían trasladar los presupuestos políticos y económicos de esa hegemonía a las nuevas naciones en gestación tras la oleada de la descolonización. También se señalaban los riesgos de homogeneización y empobrecimiento de las prácticas culturales intrínsecos al proceso de americanización, que llevaban a muchos autores a referirse al mismo como el paradigma del imperialismo cultural. Los historiadores se sumaron a aquel debate algo más tarde, si bien durante las dos últimas décadas sus contribuciones a la comprensión del fenómeno han ido adquiriendo mayor vitalidad y riqueza interpretativa. Las causas concretas de su interés pueden rastrearse en la conjunción de varios factores a finales de años ochenta y principios de los noventa. El primero y más importante tuvo que ver con el desplome de la Unión Soviética, que dio lugar a la aparición de un nuevo ámbito de análisis sobre los factores que condujeron a ese derrumbe y, por contraposición, que permitieron el triunfo de los Estados Unidos y su modelo de organización social. El interés por la fortaleza y expansión del modelo americano conectaba a su vez con otro terreno de investigación histórica también emergente, que afectaba a la globalización y al liderazgo e influencia americanos en ese proceso –frente al cual el modelo soviético se había mostrado incapaz de adaptarse, lo que habría precipitado su caída. Desde el ámbito de la historia económica comenzaron a desarrollarse estudios sobre el grado de integración y convergencia de la economía transatlántica, que llevaron a su vez a examinar el influjo americano en la modernización y transformación de los métodos y prácticas empresariales europeos. Las sensibles diferencias todavía detectadas les hicieron valorar los límites y la heterogeneidad del proceso, así como la autonomía de los receptores, dando lugar a interpretaciones de la americanización sustentadas en conceptos como adaptación, negociación o hibridación de las influencias. Tales aproximaciones y planteamientos fueron asumidos y profundizados en paralelo por historiadores y especialistas en American y Cultural Studies, la mayor parte de los cuales buscaban superar las limitaciones explicativas de las lecturas en clave imperialista. En esa línea se produjeron toda una serie de aportaciones que abordaron la difusión y transformación de la huella americana en diversos escenarios, como vía para explorar nuevas facetas de de tan heterogeneo fenómeno. En aquel contexto de revisión de los moldes analíticos e interpretativos precedentes, con el telón de fondo de la caída del muro de Berlín y las especulaciones sobre la posterior emergencia de un mundo unipolar o multipolar, el politólogo americano Joseph Nye formuló su teoría del soft power. En ella cuestionaba la eficacia de las fuentes tradicionales de poder –militar y económico– para ejercer por sí solas el liderazgo mundial. La expansión de los medios de información y comunicación, el protagonismo adquirido por actores transnacionales ajenos a los Estados y la globalización habían transformado las claves de las relaciones internacionales, de tal modo que la capacidad de persuasión y seducción cultural e ideológica se había convertido en un factor de primer orden en aquel escenario. El potencial persuasivo de un país emanaba del respeto que despertaba su sistema socio-político, del atractivo de su cultura popular y el prestigio de su política exterior, que a través de su transmisión al exterior favorecían la asimilación voluntaria de las posiciones propias por parte de otros interlocutores internacionales. La resonancia que adquirió aquella teoría sobre el “poder blando” vino a reforzar los argumentos de los historiadores críticos con la escuela realista, para quienes era preciso vincular el colapso económico soviético con un proceso paralelo de erosión de la legitimidad del modelo socialista, que habría sido acelerado por la expansión de expectativas y prácticas socio-culturales occidentales, con un marchamo “típicamente” americano. La convergencia de ese cúmulo de elementos llevó también a poner el foco en el estudio de la acción informativa y cultural desplegada por los Estados Unidos en Europa –y más tarde en el resto del mundo– para extender su influencia o contrarrestar la alcanzada por la Unión Soviética. Ese factor iba a ganar espacio y predicamento en los análisis sobre la Guerra Fría, al tiempo que impulsaba un replanteamiento de las investigaciones desarrolladas en este campo. Diversas obras examinaron las iniciativas emprendidas por la diplomacia pública y los servicios de inteligencia estadounidenses con el objetivo propagandístico de ganar la simpatía de los europeos, transmitirles las ventajas de su modo de vida y obtener su confianza en el liderazgo de Estados Unidos. Del mismo modo, otra serie de trabajos prestaban una singular atención a las repercusiones culturales y de opinión pública asociadas a aquel fenómeno, al papel de actores y estímulos transnacionales de todo tipo, desde el turismo hasta los productos culturales y el deporte, pasando por las transferencias científicas o la promoción del consumo de masas por parte de intereses económicos. El horizonte de aquel conjunto de investigaciones era disponer de una panorámica más amplia que intentase abarcar el fenómeno en toda su complejidad. Tal expansión temática estuvo asimismo ligada a la creciente receptividad de los historiadores de las relaciones internacionales, estadounidenses y europeos, respecto a la renovación metodológica derivada del cultural turn, que promovió el interés por nuevos objetos de investigación y enfoques analíticos. La multiplicación y diversidad de los sujetos de estudio que confluían en torno a la americanización dio lugar a una reflexión sobre cómo abordar las distintas vertientes de aquel proceso global sin caer en conclusiones apresuradas, o que estrategias de investigación resultaban más pertinentes para indagar en su pluralidad de manifestaciones. En tal sentido, uno de los pioneros en este campo de estudios, el historiador Richard Kuisel, formulaba una serie de consideraciones a finales de los años noventa donde apelaba al rigor analítico, al esfuerzo de reconstrucción documental y a la realización de investigaciones monográficas como herramientas para ir desbrozando el terreno y facilitando una comprensión más precisa de aquel fenómeno: ‘[…] el objeto de investigación histórica debe ser lo particular, no lo general: Disneyland Paris, no la “cultura americana”; Nike, no “el estilo americano”; Mc Donald’s, no la “comida americana”; los turistas americanos, no los “americanos”. Muchos de esos productos, empresas, programas, instituciones, formas culturales o comunidades tienen su propia historia: han dejado una estela documental y poseen un itinerario institucional. En algunos casos el proceso de transmisión puede ser cuantificado. Podemos calcular la cuota de pantalla y los beneficios en taquilla de las películas de Hollywood, o enumerar dónde, cuándo y cuántos McDonald’s fueron construidos. Podemos estudiar las comunidades de turistas y expatriados. Y podemos prestar atención al préstamo de prácticas y tecnologías americanas, como por ejemplo durante el Plan Marshall. Es posible entender la propagación de América si particularizamos el fenómeno. Desde lo particular podemos captar lo general’. Aunque la historiografía española se incorporó con cierto retraso a este frente analítico, a lo largo de la última década y tanto desde la historia de las relaciones internacionales como desde la historia económica son perceptibles los sensibles avances obtenidos en la investigación, en buena medida en sintonía con las pautas expuestas en la cita previa de Richard Kuisel. Los estudios realizados en nuestro país se han enriquecido con las contribuciones precedentes y con los nuevos trabajos que se desarrollan en Estados Unidos y en otros países europeos. Actualmente, se dispone ya de un conjunto de aportaciones sobre el despliegue de la diplomacia pública americana en España, sus principales canales y agentes de difusión, la relevancia que alcanzaron distintas producciones culturales americanas –como el cine, los American Studies o algunas corrientes musicales–, o la conexión de esa promoción oficial con las demandas e iniciativas de la sociedad civil de ambos países. Todo ello ha permitido además afrontar las relaciones entre España y los Estados Unidos durante el franquismo desde otra dimensión analítica e interpretativa, susceptible de complementar y matizar el enfoque político-estratégico que era predominante y casi exclusivo con antelación. Los artículos incluidos en este dossier son una buena muestra de la nueva senda emprendida. En los textos se examinan diversas facetas de la presencia americana en la España franquista: los programas de asistencia técnica y formación de capital humano integrados en la ayuda económica derivada de los pactos militares de 1953 (Adoración Álvaro); la expansión del jazz en la sociedad española a través de la diplomacia pública y la iniciativa privada (Iván Iglesias); la estrategia para atraerse a la juventud universitaria desde que en los años sesenta se configuró como un agente esencial de erosión del franquismo (Óscar M. García); y la promoción de los American Studies entre la universidad y la intelectualidad española a finales de la dictadura (Francisco J. Rodríguez). En todas esas vías potenciales de americanización jugaron un papel determinante las actitudes y demandas de la sociedad receptora. Sin esa dinámica de acción-reacción, que en parte estuvo en relación con la postura asumida por los responsables políticos españoles pero que en medida aún mayor fue fruto de la propia dinámica de sectores más amplios de la sociedad española, es imposible entender las claves locales de un fenómeno histórico de alcance global.